VALÈNCIA. Cuando compraba discos sin leer revistas, mi vida como melómano era un poco absurda, pero tuvo grandes momentos. Uno de ellos fue llevarme de la tienda el recopilatorio de Flying Burrito Brothers titulado Out of the blue. Por el aspecto de los músicos que salían en la portada del doble cedé, y el año de las canciones, pensé que eso tenía que sonar como MC5 sí o sí. Y si no, algo que molase. Esos pelos estaban demasiado desastrados como para que el grupo no fuese bueno.
Cuando llegué a casa y lo puse, me maldije a mí mismo una y mil veces. Era country. Un estilo que yo, antes de cumplir los 20 años, ni entendía ni tenía intención de hacerlo. Una cosa era tener curiosidad y la mente abierta y otra dejarse tres mil pelas en un disco de ese género. Sin embargo, lo que era la vida entonces, un disco comprado, pues lo tenías que escuchar. Empecé a ponérmelo derrotado de antemano, pensando que había adquirido una enorme bosta y, conforme fue pasando el tiempo, no me iba desagradando del todo, le fui pillando el tranquillo, me fue gustando y acabó siendo uno de mis discos muy favoritos.
Luego llegaron las revistas, la cultura musical que se llama, saber quién es quién antes de Internet, y, acabáramos, resulta que eran un clásico inmortal con leyenda maldita incluida al nivel de la de Jim Morrison y compañía, aunque menos conocida para el común de los mortales. Posiblemente, por lo mismo que me pasaba a mí. En los 90, para los adolescentes, una cosa era querer ser rockero y fliparse con la película de los Doors y otra muy distinta acabar pillando discos de country.
Ahora, tres décadas después, tengo a Gram Parsons en un pedestal. Ni Elvis, ni Beatles ni Rolling Stones, si yo tuviera que elegir dos referentes a ambos lados del Atlántico serían Parsons y Free. Dejando para otro día a los ingleses, el caso de Ingram Cecil Connor III, nombre verdadero de Gram, es algo difícil de explicar. Su música es muy sencilla, no llega a inventar gran cosa, pero llega muy jondo. Quizá en esa austeridad esté su secreto, pero no es algo que haya decidido yo. Le pasa a mucha gente. Se dice, hablando mal y pronto, que Rolling Stones deben su éxito en los 70 a la influencia de Parsons y que grupos como los Eagles lo que hicieron fue comercializar de forma extrema y profesional lo que él había creado. Son afirmaciones osadas, pero así hablan sus defensores.
Todo esto viene a cuento de la aparición de Caballos Salvajes: Gram Parsons (1968-1973) (66 rpm, 204), un libro de Jordi Pujol Nadal que recorre los años clave de este artista. Está planteado como historia oral, con entrevista a amigos, compañeros, testigos y artistas influenciados por el maestro. Y la verdad es que es una rareza que una obra de estas características se publique en castellano, sobre todo porque Gram es un auténtico mito en Estados Unidos. En el aniversario de su muerte, apareció un documental, Fallen Angel, y una película Ayúdame con el muerto, protagonizada por Johnny Knoxville y Christina Applegate.
El argumento de esta última, en muchos casos, ha precedido al desarrollo de la música country que llevó a cabo el músico. La historia es la siguiente: En el funeral de un amigo, Gram vio que aquello era tan decadente que le pidió a Phil Kaufman que si moría él, por favor quemase su cadáver en el desierto. Y así lo hizo. El roadie de los Stones robó su cuerpo del aeropuerto y se lo llevó al desierto Joshua Tree para incinerarlo allí, que era el lugar favorito del artista, o el lugar donde le gustaba ponerse.

La famosa anécdota se cuenta profusamente en el libro, pero lo que se me ha quedado grabado es lo que ocurre días antes, cuando le da la sobredosis, que le intentaron resucitar metiéndole cubitos de hielo por el ano. Es lo que tienen los libros que se construyen a base de testimonios, que dejan imágenes muy gráficas que se quedan para siempre.
No obstante, el retrato del músico en estas páginas tiene mucha más profundidad. Queda claro que su personalidad si estuvo marcada por algo toda su vida fue por el dinero, que nunca le faltó. Era un rico heredero que, desde muy joven, recibía los intereses de un fondo que le permitieron vivir holgadamente, pagar gastos del grupo y meterse todo lo que quería sin control. Sin teorías románticas sobre las drogas ni épicas de yonqui, parece claro que lo que le condujo a la adicción pudo más tener que ver con este factor que con su alma sensible.
Como joven bien posicionado económicamente, tenía una ambición desmedida, superior a la de sus coetáneos, que podían tener metas mucho más modestas en los años de expansión del rock y la música alternativa de aquel entonces. Fue, dicho de otro modo, un trepa. Por eso se pegó a Keith Richards e iba abandonando a su suerte a sus antiguos compañeros sin muchos remordimientos. Es interesante la comparación que se hace con Gene Clark, que venía de una familia rural de trece hermanos y se apasionó por la música más bien pensando en huir, mientras que Parsons, hijo único rico, tenía entre ceja y ceja trascender.
Sin embargo, lo que diferencia este perfil del de un genuino gilipollas, es que Parsons cogió la linde de la música country y no la soltó. Perseveró en ella de tal manera y fue lo único que puso encima de la mesa, que el público nunca respondió. Hubo muchas hibridaciones rockeras con el country en esa época, pero los que llegaron a tener un alcance en audiencias masivas fueron los que supieron adaptar su sonido y producciones a la modernidad. No era el caso de Gram Parsons, en cuyos discos no hay un solo artificio, y tal vez por eso, en décadas posteriores, nunca han sonado desfasados.
Sobre su influencia en los Stones y en temas como Wild Horses, los testimonios reunidos relativizan la leyenda de que él estuvo detrás de esta etapa, la más exitosa de los británicos. Pudo influir, haberle enseñado muchas cosas a Richards, pero no se le puede considerar autor en la sombra de sus hits de este periodo.
Que saliera tarifando de ahí –de su entorno- al final fue una buena noticia, pues es lo que le llevó a contratar a una desconocida Emmylou Harris, que estaba empezando, y alcanzar junto a ella momentos gloriosos en sus discos en solitario. No fueron demasiados, cuando salió el segundo ya había muerto. No le dio tiempo a abrazar causas, crearse un personaje mediático o elucubrar algún significado que le diese sentido a su leyenda una vez desaparecido. Fue un niño bien tarambana, ansioso por ser famoso, pero lo suficientemente loco e ingenuo para creer que eso, en los años 70, iba a suceder solo con buenas canciones.